sábado, 15 de noviembre de 2008

Un asado en la biblioteca


Una discreta visita en una librería de avenida Santa Fe. Un inolvidable asado rodeados de libros prohibidos y una generosa entrega de su biblioteca personal para las nuevas generaciones. Así recuerda Horacio Tarcus a José Luis Mangieri, poeta y editor fallecido la semana pasada a los 83 años.

Por Horacio Tarcus

No me acuerdo si fue a fines de 1980 o principios de 1981. Laura Klein me preguntó si quería acompañarla a la Librería Finnegans de la Avenida Santa Fe. Había pasado por allí días atrás buscando un libro de Horacio Pilar, un poeta argentino entonces exiliado en el Brasil, y le habían dicho que volviera otro día, porque el dueño de la librería, José Luis Mangieri, que en ese momento no estaba, había conocido a Pilar y podría darle información.

–Mangieri, ¿el editor de La Rosa Blindada? Laura, ¡es imposible! Si hablamos de la misma persona, debería estar desaparecido, o exiliado, o muy bien guardado, no accesible en una librería de la Avenida Santa Fe...

La Librería Finnegans, especializada en literatura, psicoanálisis y filosofía, era regenteada por Cuca, su ex mujer, y atendida por un estudiante de filosofía llamado Jorge, pero Mangieri solía ir de visita por las tardes. Y esa tarde de fines del 80 o inicios del 81 nos dirigimos a Finnegans y tuvimos la suerte de encontrarnos con José Luis Mangieri. Era por entonces un cincuentón flaco, ojeroso, con un ligero estrabismo que le daba cierto aire distraído y con un pelo lacio que se empeñaba en peinarse para atrás pero que a fuerza de rebelarse le terminaba cayendo sobre la cara. Allí no hizo gala del humor y el desparpajo que después le conocimos: contrariando su naturaleza más profunda, en la librería estaba más o menos compuesto y hablaba en voz baja.
Laura le consultó por el libro de poemas. Mangieri no recordaba que Pilar hubiese reunido sus poemas en un libro, pero quedó en averiguar mejor.

–¿Y cómo una piba como vos descubrió a un poeta medio secreto como Pilar?
–Bueno, leí unos poemas suyos en una revista de los 60, Anthropos, y me interesaron mucho...
–Ajá.

Yo aproveché la ocasión y le pregunté, con la mayor de las cautelas (todavía estábamos en dictadura) por un librito de un marxista italiano, Paolo Chiarini, que había visto anunciado por las ediciones de La Rosa. Su título, La vanguardia y la poética del realismo, no era imposible de pronunciar en una librería durante aquellos años, años que nos enseñaron a establecer con mucha precisión cuáles eran los límites entre lo que se podía y no se podía pronunciar en un espacio público. Jamás hubiera pedido abiertamente un libro cuyo título incluyera las palabras “marxismo”, “lucha de clases”, o “imperialismo”, pero sí era posible solicitar, en el límite, uno que hablase de estética realista y vanguardias artísticas. Quien conocía el código, no tardaba en descifrar qué buscaba su interlocutor.
Mangieri no me miró, me escudriñó. Y, sin quitarme los ojos de encima, me dijo:

–Escuchame, ¿cómo alguien de tu edad puede saber con tanta precisión lo que anunciaba una editorial hace veinte años?
–Bueno –me defendí, con el tono de quien teme haber roto el juego por hacer una pregunta impropia–, durante todos estos años busqué en librerías de viejo y leí muchos de los libros que usted editó. Y usted tenía la costumbre de poner en una última hoja de cada libro un listado de los volúmenes aparecidos y de los que estaban por aparecer. En una de esas hojas, vi anunciado el volumen de Chiarini...
Mangieri, sin sacarnos los ojos de encima, hizo un silencio de algunos segundos y sin comentar nada del libro de Chiarini, nos dijo:
–Mañana es viernes. ¿Qué tienen que hacer a la noche? Bueno, entonces los espero en casa a comer un asado y vemos si tengo algunos de los libros que están buscando.

Ese viernes llegamos a la casa de Mercedes 936, en el barrio de Floresta. Era la típica casa chorizo porteña: por detrás de la reja de entrada, asomaba un jardín frondoso, selvático; a la derecha, la galería semicubierta; a la izquierda, las habitaciones dispuestas en forma sucesiva. Una vez que traspusimos la puerta de ingreso llegamos al primer cuarto, donde había un escritorio y un sofá que hacía también las veces de cama. A este cuarto lo seguía el living-comedor y después venía el cuarto de su madre (Mangieri, separado hacía poco tiempo, había vuelto a instalarse en la casa paterna, entonces habitada solamente por su madre, ya muy anciana, y su vida se concentraba en aquella primera habitación-escritorio). Al final de la casa estaba la cocina, atiborrada de enseres antiguos, sifones de vidrio en desuso y botellas de Ginebra Llave. Al fondo había otro pequeño espacio verde donde se levantaba la parrilla.
Los libros invadían literalmente todas las paredes de todos los cuartos. Había libros no sólo en las bibliotecas, sino también libros en los pasillos, libros en el cuartito de las escobas y los trastos de limpieza, libros bajo las mesas, libros apilados en el suelo, libros en el cuarto de baño...
Aquí conocimos al verdadero Mangieri, que no era el librero discreto de la Avenida Santa Fe. En su propio hábitat, era un demonio desatado: mientras servía entusiasta el asado y llenaba las copas con vino tinto, desbordaba historias de la vida política, poética e intelectual de los años 60 y 70. Nosotros lo asediábamos con preguntas, pero el relato de Mangieri no siempre se atenía a ellas. No es que no nos escuchara, es que su relato seguía su propio curso imprevisible e irrefrenable. Y muy por el contrario, lejos de no escuchar, registraba todo lo que oía, como si a pesar de su aire distraído fuera capaz de captar, acaso con ese ojo estrábico, una suerte de sintonía íntima en sus interlocutores.
Acaso por primera vez en varios años, aceptando el curioso pacto que este hombre había hecho con la vida y con la muerte, esa noche hablamos libremente de política, de revolución, de organizaciones armadas, de los desaparecidos, de los presos, de los exiliados, rodeados de libros prohibidos que se contaban por miles; hablamos como si no estuviéramos en dictadura, como si no corriéramos riesgo alguno en una casa que era una suerte de polvorín de papel.
Sus relatos invocaban figuras que, a nuestros ojos de recién llegados, eran míticas, legendarias, pero Mangieri las humanizaba al presentarlas a través de innumerables anécdotas y al llamarlas por sus nombres de pila o sus apodos: así, a poco de empezar la conversación, González Tuñón ya era simplemente Raúl, Codovilla era “El Gordo”, Gelman era “Juancito”, Brocato era “El Narigón”... Esa noche desfilaron también en sus recuerdos el Tata Cedrón (ya no el titular del mítico cuarteto, sino el que apenas tenía un trío y había comenzado grabando en el sello discográfico de Mangieri), Mario Roberto Santucho y el mismísimo Che Guevara reuniéndose clandestinamente en Buenos Aires con un grupo de argentinos entre los que, sin lugar a dudas, estaba el propio Mangieri... Buscando por la casa viejos objetos, hurgando entre los recuerdos, los discos, los libros, las revistas que ilustraban lo que nos contaba, nos transportó como un mago, o mejor como un médium, a aquellos años amados y trágicos, vividos con tanta intensidad y que nosotros necesitábamos conocer para poder entender dónde estábamos parados y por qué...
Pero a la noche tarde interrumpió aquel conjuro, al menos esa parte del conjuro, y me dijo:
–Vos estabas buscando libros marxistas. Bueno, revisá la biblioteca con atención y andá poniendo en estas cajas todo lo que te falte.
–Pero, José Luis... –alcancé a balbucear–, yo te pedía algún libro que tuvieras duplicado porque lo habías editado vos, ésta es tu biblioteca personal...
–Mirá, Horacito: esta que ves es la enésima biblioteca que armo en mi vida. Ya no me acuerdo cuántas veces la cana me allanó la casa y cada vez que venía se llevaba cientos de libros... Al principio se llevaban los libros políticos, pero en el 66 tuve el peor allanamiento de mi vida: se llevaron todo, toda la biblioteca, hasta el último papelito... ¡Hasta el reloj, que era un recuerdo de mi viejo, se llevaron! Esa sí que era una linda biblioteca, no sólo de política, de teoría marxista, había de todo: poesía, narrativa, teatro, toda la literatura del Grupo de Boedo, las primeras ediciones de González Tuñón, de Girondo, de Roberto Arlt, de Borges, de Payró... La deben haber hecho guita los muy hijos de puta. Bueno, yo me dije: nunca más vuelvo a armar una biblioteca... Pero viste cómo son las cosas, uno edita libros, los amigos libreros te regalan libros, entrás a una librería de viejo, te tentás y empezás a comprar otra vez... Y esta biblioteca que ves es la que se fue armando, así, estos últimos años, medio a los ponchazos. Así que en la vida los libros van y vienen, la biblioteca un día se reduce, de pronto crece otra vez... A mí me gusta que los libros circulen, yo estas cosas ya las leí en su momento y otras, las que no leí, no sé cuándo las voy a leer... Vos haceme caso, Horacito, subite a esta silla o si hace falta, te subís al escritorio que es más alto, revisá la biblioteca y separá todo lo que te interese. Vos haceme caso, después conversamos.
Trepado a la silla o al escritorio, le pasaba a Mangieri los libros que más me interesaban. El miraba con invariable simpatía lo que yo había escogido, hacía algún comentario sobre el autor, o sobre la edición, e inmediatamente lo acomodaba en las cajas.
–Uy, ¿este libro te vas a llevar? ¡La Revolución Rusa de Rosa Luxemburgo! ¡Qué clara que la tenía esta mina! Este me lo armó el Gordo Pancho. Ah, El estudiantado antiautoritario, de Rudi Dutschke, ¡no dejes de leer este libro! ¿Podés creer que lo teníamos en la imprenta y en Alemania un facho le pegó tres balazos en la cabeza al pobre Rudi Dutschke...? Tuvimos que imprimir la noticia en la retiración de contratapa. ¡Por suerte sobrevivió! Un cuadro teórico y un dirigente de masas, mucho más interesante que Debray, el francesito que encanaron en Bolivia. Bueno, también lo editó a Debray, seguro que vas a encontrar el libro por ahí, llevateló también. ¡Uy, Batir al naziperonismo del Gordo Codovilla! Llevateló, que este libro el PC lo sacó de circulación cuando Perón ganó las elecciones...
Pasaban por mis manos los libros inhallables bajo la dictadura, los autores que tanto queríamos leer: las ediciones de La Rosa Blindada, los Cuadernos de Pasado y Presente, los libros de Siglo XXI, las obras de Marx, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Lukács, Gramsci, Della Volpe, Althusser, Mariátegui...
–No, Horacito, no te ofendás, pero esta edición peruana de las obras de Mariátegui la quiero conservar. Perdoname, ¿no?, pero le tengo un cariño especial.
Mientras yo devoraba la parte política de la biblioteca, Laura hacía su parte, separando sobre todo libros de poesía. Atacada la biblioteca por dos flancos, a eso de las cuatro de la madrugada habíamos llenado dos grandes cajas de cartón.
–Bueno –dijo Mangieri–, es una locura que se lleven este cargamento a esta hora de la madrugada: me dan su dirección que mañana, sábado al mediodía, les mando las cajas a su casa por el remisero de la vuelta, que es de confianza, quédense tranquilos.
La escena se repitió ya no sé cuántas veces a lo largo de casi tres décadas de amistad. Siempre, desde aquella noche memorable en que Mangieri me obsequió lo que iba a ser mi plan de lecturas para los años venideros, siempre que volví a comer un asado a su casa de la calle Mercedes, regresaba con una caja de libros y revistas. Me consta que hizo otro tanto con mucha gente de mi generación.
Algunas decenas de esos libros hoy forman parte de mi biblioteca, así como algunas primeras ediciones de Gelman o de González Tuñón integran la biblioteca de Laura Klein. Pero la mayor parte de lo que nos obsequió Mangieri, cientos de libros, folletos y revistas, hoy forma parte del acervo del CeDInCI. Cuando en abril de 1998 inauguramos nuestro centro, Mangieri acudió entre los primeros. Incluso llegó con un paquete de libros en donación. Vio con satisfacción el traspaso de aquel legado desde una biblioteca particular a un centro de acceso público. También se emocionó con que hubiésemos designado una sala con el nombre de Aricó y otra con el nombre de Brocato, sus grandes amigos de aventuras editoriales y políticas. “Mirá: el Gordo Pancho..., el Narigón.” Pero enseguida me llamó aparte y me advirtió: “Horacito, ni se te ocurra, nunca en la vida, jamás de los jamases, ponerle mi nombre a una sala, a una biblioteca, a un pasillo, ni a una silla, por favor te lo pido, ¿estamos?”
José Luis falleció el pasado sábado 1º de noviembre, a la edad de 83 años, en su casa chorizo de la calle Mercedes. Hubiera querido homenajearlo poniendo su nombre al menos a una sala del CeDInCI, pero, nobleza obliga, me atuve al compromiso contraído diez años atrás. Sin embargo, Mangieri nunca me pidió que no revelara la historia que estoy contando aquí.
Los lectores del CeDInCI seguramente lo ignoran, pero cuando piden La Rosa Blindada o Pasado y Presente, o cuando solicitan un libro de Trotsky, del Che o de Mao, un poemario de Gelman o de Tuñón, con su consulta mantienen viva la biblioteca y la hemeroteca que Mangieri rehízo una y otra vez y conservó durante los años más duros de la dictadura militar, y que una noche de 1980 ó 1981 comenzó a regalar con una generosidad sin par a la generación que tomaba la posta.

Fuente: Radar – Página 12. http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-4929-2008-11-11.html
Domingo 10 de noviembre