“Mi cuerpo no es libre, pero mi mente sí.” Myriam López Pereyra, 37 años, lee taciturna su poema. Tiene la piel morena, le faltan algunos dientes, otros están negros, se tiñe de rubio. Se sienta a contar su historia. Quiere que la conozcan, no por vanidad sino para ver si le sirve a “alguien” que tenga el poder de hacer “algo”.
“Antes tomaba merca, y un día me dijeron por qué no probás este mambo. Probé paco y me quedé colgada. No iba ni a mi casa. Fui a comprar y me quedé ahí fumando y cayó el allanamiento. Tengo cuatro hijos. Nunca les había podido decir que los amaba. Mis hijos no se drogan; imaginate, verme así es para decir: yo no me drogo ni loco.”
La primera vez que estuvo en el taller de poesía trajo un papelito con algo escrito durante su ingreso al penal. “Llegué y estuve cuatro días en los tubos (celdas individuales y mínimas), incomunicada, sin hablar con nadie y con crisis de abstinencia. Un día acá adentro es como un año afuera. Pensé que había muerto y estaba asistiendo a mi velorio. Escribí sobre eso y María, la maestra, me dijo que era poesía”, recuerda. Después María le pidió que escribiera algo más.
“Tas reloca. ¿Que yo via’a escribir?”, le dijo Myriam, la misma que ahora afirma: “La poesía es poder decir en un papel lo que no puedo con la voz. Poder decirles a mis hijos cuánto los amo. Me estaba matando a mí misma. Y con la poesía me encontré. Acá te abren esa reja, te tiran un colchón y arreglate. La poesía me enseñó que podía hacer algo por mí. Yo no sabía que podía. No sabía que había gente de afuera que se interesa por nosotras. Cuando salga, me gustaría que mis hijos me den la oportunidad de estar con ellos, seguir en el taller y ayudar a los que están en el paco. Los que estamos en el paco no entendemos que mata. Un penal no es la solución. Tiene que existir un lugar serio, cerrado pero con contención, con represión”.
Antes de entrar, todo parece una casa de muñecas: paredes rosa salmón, techos verde oscuro, puertas y ventanas pintadas de azul claro. Pero las casas de muñeca no tienen un cerco perimetral con alambres de púa que brillan bajo el sol del verano, torres vigías, puertas de rejas ni guardias armadas como la Unidad Penitenciaria N° 31 de Ezeiza. Dicen que es una de las cárceles que el Servicio Penitenciario Federal prefiere mostrar: acá viven mujeres que, más allá de estar acusadas de haber cometido un error, tienen muy buena conducta; eso, se supone, garantiza un bajo nivel de conflicto. Es uno de los penales más nuevos y de los pocos donde viven chicos menores de cuatro años, hijos de detenidas, que van al jardín detrás de las rejas. Todos esos nenes y nenas aprendieron a decir “mamá” y “agua” con tanta urgencia como “celadora”.
Las palabras cambian para sobrevivir acá adentro. A veces forman un código cerrado, de términos gastados, predecibles, tristones. Interna. Gorra. Gato. Recuento. Requisa. Pero también puede ocurrir que tejan un mundo tan visceral y opulento como para que un día caluroso un grupo de visitas llegue a Ezeiza en micro, combis o autos a participar de un banquete de palabras, un festival de poesía al que bautizaron “Yo no fui”.
Lo dijo Bart Simpson: “Yo ni fui, nadie me vio, no pueden probarlo”. Y las chicas, señoras y abuelas que hace cinco años van al taller de poesía que coordina la poeta María Medrano –con su colega Claudia Prado– la hicieron su mantra. Es el título de dos libros con poemas del taller y un proyecto artístico y social más amplio. “Arrancó con un taller de poesía en este penal, donde se formó el grupo que lleva adelante el proyecto. Ahí se generó la reflexión acerca de las mujeres detenidas y surgió la necesidad de que el trabajo de los penales tuviese continuidad afuera, dando apoyo y contención en el proceso de recuperación de la libertad”, explica María Medrano. Hoy, “Yo no fui” trabaja adentro con las mujeres detenidas. Y afuera con las que salen. O no. Porque a medida que quienes habían participado en el taller iban saliendo, decían “ah bueno, pero yo afuera voy a seguir” o “nos tenemos que juntar afuera”.
“Antes tomaba merca, y un día me dijeron por qué no probás este mambo. Probé paco y me quedé colgada. No iba ni a mi casa. Fui a comprar y me quedé ahí fumando y cayó el allanamiento. Tengo cuatro hijos. Nunca les había podido decir que los amaba. Mis hijos no se drogan; imaginate, verme así es para decir: yo no me drogo ni loco.”
La primera vez que estuvo en el taller de poesía trajo un papelito con algo escrito durante su ingreso al penal. “Llegué y estuve cuatro días en los tubos (celdas individuales y mínimas), incomunicada, sin hablar con nadie y con crisis de abstinencia. Un día acá adentro es como un año afuera. Pensé que había muerto y estaba asistiendo a mi velorio. Escribí sobre eso y María, la maestra, me dijo que era poesía”, recuerda. Después María le pidió que escribiera algo más.
“Tas reloca. ¿Que yo via’a escribir?”, le dijo Myriam, la misma que ahora afirma: “La poesía es poder decir en un papel lo que no puedo con la voz. Poder decirles a mis hijos cuánto los amo. Me estaba matando a mí misma. Y con la poesía me encontré. Acá te abren esa reja, te tiran un colchón y arreglate. La poesía me enseñó que podía hacer algo por mí. Yo no sabía que podía. No sabía que había gente de afuera que se interesa por nosotras. Cuando salga, me gustaría que mis hijos me den la oportunidad de estar con ellos, seguir en el taller y ayudar a los que están en el paco. Los que estamos en el paco no entendemos que mata. Un penal no es la solución. Tiene que existir un lugar serio, cerrado pero con contención, con represión”.
Antes de entrar, todo parece una casa de muñecas: paredes rosa salmón, techos verde oscuro, puertas y ventanas pintadas de azul claro. Pero las casas de muñeca no tienen un cerco perimetral con alambres de púa que brillan bajo el sol del verano, torres vigías, puertas de rejas ni guardias armadas como la Unidad Penitenciaria N° 31 de Ezeiza. Dicen que es una de las cárceles que el Servicio Penitenciario Federal prefiere mostrar: acá viven mujeres que, más allá de estar acusadas de haber cometido un error, tienen muy buena conducta; eso, se supone, garantiza un bajo nivel de conflicto. Es uno de los penales más nuevos y de los pocos donde viven chicos menores de cuatro años, hijos de detenidas, que van al jardín detrás de las rejas. Todos esos nenes y nenas aprendieron a decir “mamá” y “agua” con tanta urgencia como “celadora”.
Las palabras cambian para sobrevivir acá adentro. A veces forman un código cerrado, de términos gastados, predecibles, tristones. Interna. Gorra. Gato. Recuento. Requisa. Pero también puede ocurrir que tejan un mundo tan visceral y opulento como para que un día caluroso un grupo de visitas llegue a Ezeiza en micro, combis o autos a participar de un banquete de palabras, un festival de poesía al que bautizaron “Yo no fui”.
Lo dijo Bart Simpson: “Yo ni fui, nadie me vio, no pueden probarlo”. Y las chicas, señoras y abuelas que hace cinco años van al taller de poesía que coordina la poeta María Medrano –con su colega Claudia Prado– la hicieron su mantra. Es el título de dos libros con poemas del taller y un proyecto artístico y social más amplio. “Arrancó con un taller de poesía en este penal, donde se formó el grupo que lleva adelante el proyecto. Ahí se generó la reflexión acerca de las mujeres detenidas y surgió la necesidad de que el trabajo de los penales tuviese continuidad afuera, dando apoyo y contención en el proceso de recuperación de la libertad”, explica María Medrano. Hoy, “Yo no fui” trabaja adentro con las mujeres detenidas. Y afuera con las que salen. O no. Porque a medida que quienes habían participado en el taller iban saliendo, decían “ah bueno, pero yo afuera voy a seguir” o “nos tenemos que juntar afuera”.
“Las que no querían escribir, igual venían. Les hacía bien charlar con gente que había pasado por la misma situación. Se sumaron mujeres que no habían participado del taller adentro, pero que empezaron a venir como algo vital”, cuenta María Medrano.
No era un interés personal lo que las movía: había conciencia de que muchas estaban pasando por la situación del encierro y que desde afuera podían hacer algo. Ya no por la compañera de rancho, sino por miles de mujeres. De las 1050 presas en cárceles federales, el 56% de ellas no tiene condena. La mayoría, vinculadas a delitos no violentos. Por su condición de género sufren mayor discriminación y reciben menos visitas. En la Unidad 31, el 67% tiene causas de drogas y al entrar en el salón del festival llama la atención la diversidad de rostros y pieles, y pelos y lenguas que participan del taller de poesía. Benetton haría acá su mejor casting.
De penal a centro cultural
“Yo doy la cara porque no maté a nadie”, dice y aprieta fuerte a su beba al pecho.
Raquel Calabria está acusada de tráfico de cocaína. La detuvieron en Ezeiza el 16 de marzo de 2007, cuando ya estaba en el avión, pero nunca llegó a cruzar el océano. Por esos días que cayó presa supo que estaba embarazada. Su hija nació en la Maternidad Sardá y vive con ella en la Unidad 31 de Ezeiza, donde viven unas 90 madres con hijos menores de cuatro años. Que los niños crezcan entre rejas desata múltiples complejos debates. Existe un proyecto de ley que contempla enviar a las madres de hijos menores de cuatro años a prisión domiciliaria con una pulsera magnética.
Raquel vivía en Alicante y era encargada de un restaurante. “Ganaba poco, mi marido trabajaba en la construcción. Sólo quería terminar de pagar mi casa y mi coche.” Le salió caro: va a hacer un año que no ve a su otra hija, que vive en España y tiene cuatro años. Lo que más quiere en la vida es que llegue el día de abrazarla. Mientras tanto, lee. Pablo Neruda. Quevedo. Cervantes. Escribe.
“Me hace sentir fuera de aquí. La poesía siempre me gustó. Entro al taller y me siento libre, en otro mundo. Escribir es estar fuera de aquí.”
“Yo no fui amordazada. Yo no fui limada”, dicen las letras con aerosol rojo gritón en sábanas que ambientan el salón más luminoso de la cárcel. Este espacio impersonal donde otros días las internas reciben las visitas, hoy parece un centro cultural modernoso. En el centro: la mesa. El programa anuncia cinco sesiones de lectura de poesía y una de debate. Y dice, en palabras de Laura Ross, una de las participantes del taller: “En esta instancia donde se nos borran las palabras, en que lo ajeno es habitual, donde el agua de la memoria tiene pozos y no es natural un abrazo ni la relación con el dinero ni con el cuerpo, ya tener un libro en la mano es político. Conversar sobre lo leído es compartir nuevos discursos y acceder a otros escritores es poder estar afuera por un rato”.
Detrás de la mesa hay una soga de la que cuelgan hojas de cuaderno. Parece ropa tendida. Son poemas escritos a mano. Unos firmados por las chicas del penal y otros con fragmentos de poetas consagradas. Como Diana Bellesi, la santafesina que en los 70 fue pionera de estos talleres intramuros. Las chicas la reciben entre mates y puchos. Bellesi se acomoda en un banco, a centímetros de Damián Ríos, Anahí Mallol, Lucía Bianco, Gabriela Bejerman, Carlos Battilana, Juan Desiderio, Paula Jiménez, Francisco Garamona, Martín de Souza, Consuelo Fraga, Teresa Arijón, Mariano Blatt, Guadalupe Muro. Son los poetas invitados. Vinieron en un micro desde la Casa de la Poesía de Buenos Aires. Parecen niños obedientes y expectantes a que les tocará leer.
El banquete arranca con unas palabras de María Medrano. Agradece rápido y presenta la performance que trajo al penal la editorial Superabundans Haut. Un señor-editor-activista pegó en las paredes afiches murales que en letras negras y grandes hablan de la sumisión y la autoridad. Con un megáfono de hojalata, el hombre explica que esas frases fueron escritas en el año 1548 por un joven francés de 18. Se llamaba Etienne de La Boétie, fue político y jurista, son textos del Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Las chicas se pasan el megáfono y leen. Una veinteañera con una beba de un mes repite: “A aquellos que, así la libertad estuviera por entero perdida y fuera del mundo, la imaginan y sienten en su espíritu, y además la saborean, y que no pueden tolerar la servidumbre, por mucho que la adoren”.
En un rincón del salón hay una mesa con libros pequeños, de las llamadas editoriales independientes. En el otro costado, tablones y caballetes arman un despacho de comida naturista, gracias al apoyo de La Aromática, que convida un almuerzo sabroso. De postre, las frutas llaman la atención de las chicas. Hacen cola para conseguirlas.
“¡Cuánto hace que no veía una sandía!”, comentan y escupen las semillas en la mano.
Raquel Calabria está acusada de tráfico de cocaína. La detuvieron en Ezeiza el 16 de marzo de 2007, cuando ya estaba en el avión, pero nunca llegó a cruzar el océano. Por esos días que cayó presa supo que estaba embarazada. Su hija nació en la Maternidad Sardá y vive con ella en la Unidad 31 de Ezeiza, donde viven unas 90 madres con hijos menores de cuatro años. Que los niños crezcan entre rejas desata múltiples complejos debates. Existe un proyecto de ley que contempla enviar a las madres de hijos menores de cuatro años a prisión domiciliaria con una pulsera magnética.
Raquel vivía en Alicante y era encargada de un restaurante. “Ganaba poco, mi marido trabajaba en la construcción. Sólo quería terminar de pagar mi casa y mi coche.” Le salió caro: va a hacer un año que no ve a su otra hija, que vive en España y tiene cuatro años. Lo que más quiere en la vida es que llegue el día de abrazarla. Mientras tanto, lee. Pablo Neruda. Quevedo. Cervantes. Escribe.
“Me hace sentir fuera de aquí. La poesía siempre me gustó. Entro al taller y me siento libre, en otro mundo. Escribir es estar fuera de aquí.”
“Yo no fui amordazada. Yo no fui limada”, dicen las letras con aerosol rojo gritón en sábanas que ambientan el salón más luminoso de la cárcel. Este espacio impersonal donde otros días las internas reciben las visitas, hoy parece un centro cultural modernoso. En el centro: la mesa. El programa anuncia cinco sesiones de lectura de poesía y una de debate. Y dice, en palabras de Laura Ross, una de las participantes del taller: “En esta instancia donde se nos borran las palabras, en que lo ajeno es habitual, donde el agua de la memoria tiene pozos y no es natural un abrazo ni la relación con el dinero ni con el cuerpo, ya tener un libro en la mano es político. Conversar sobre lo leído es compartir nuevos discursos y acceder a otros escritores es poder estar afuera por un rato”.
Detrás de la mesa hay una soga de la que cuelgan hojas de cuaderno. Parece ropa tendida. Son poemas escritos a mano. Unos firmados por las chicas del penal y otros con fragmentos de poetas consagradas. Como Diana Bellesi, la santafesina que en los 70 fue pionera de estos talleres intramuros. Las chicas la reciben entre mates y puchos. Bellesi se acomoda en un banco, a centímetros de Damián Ríos, Anahí Mallol, Lucía Bianco, Gabriela Bejerman, Carlos Battilana, Juan Desiderio, Paula Jiménez, Francisco Garamona, Martín de Souza, Consuelo Fraga, Teresa Arijón, Mariano Blatt, Guadalupe Muro. Son los poetas invitados. Vinieron en un micro desde la Casa de la Poesía de Buenos Aires. Parecen niños obedientes y expectantes a que les tocará leer.
El banquete arranca con unas palabras de María Medrano. Agradece rápido y presenta la performance que trajo al penal la editorial Superabundans Haut. Un señor-editor-activista pegó en las paredes afiches murales que en letras negras y grandes hablan de la sumisión y la autoridad. Con un megáfono de hojalata, el hombre explica que esas frases fueron escritas en el año 1548 por un joven francés de 18. Se llamaba Etienne de La Boétie, fue político y jurista, son textos del Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Las chicas se pasan el megáfono y leen. Una veinteañera con una beba de un mes repite: “A aquellos que, así la libertad estuviera por entero perdida y fuera del mundo, la imaginan y sienten en su espíritu, y además la saborean, y que no pueden tolerar la servidumbre, por mucho que la adoren”.
En un rincón del salón hay una mesa con libros pequeños, de las llamadas editoriales independientes. En el otro costado, tablones y caballetes arman un despacho de comida naturista, gracias al apoyo de La Aromática, que convida un almuerzo sabroso. De postre, las frutas llaman la atención de las chicas. Hacen cola para conseguirlas.
“¡Cuánto hace que no veía una sandía!”, comentan y escupen las semillas en la mano.
Integrar & proyectar
“Yo no fui” es un proyecto artístico y social que trabaja en las cárceles de mujeres de Buenos Aires, y afuera con las personas que han recuperado la libertad. “Nuestro objetivo es acompañar a las mujeres que están presas en su proceso de ‘reinserción’ brindando un marco de contención y facilitando su salida laboral a través de la capacitación en talleres de producción; promoviendo la autogestión”, explica la coordinadora María Medrano, que junto con Claudia Prado dicta el taller de poesía en la Unidad N° 31 de Ezeiza.
Cuenta con un espacio en la Asamblea de Palermo (Bonpland 1660), donde se realizan talleres de poesía, y también de costura y diseño, encuadernación y serigrafía. Participan mujeres que pasaron por la experiencia de la cárcel, amigos, familiares, o personas que se interesan por el proyecto. “La idea es que sea una experiencia integradora, no sectaria ni cerrada”, aclara Medrano. Todos los talleres son gratuitos y Yo no fui provee el material. La idea a futuro es abrir una tienda comercial donde se vendan las producciones.
La otra pata del proyecto son los talleres y actividades en los penales. Para este año, María Medrano y Claudia Prado planean más talleres: encuadernación, costura y diseño de objetos en tela, serigrafía, fotografía y otro de poesía. Para algunos de ellos cuentan con el apoyo del Centro Cultural de España en Buenos Aires. Y para otros, están en tratativas con el Ministerio de Justicia.
En 2007 “Yo no fui” organizó un ciclo de cine en la unidad 31, que continuó durante enero, y No me digas que no, uno de recitales en los penales de Ezeiza (Complejo Federal Nº1, Unidad 3 y Unidad 31), que se extiende hasta marzo.
“Yo no fui” tiene su blog: http://www.proyectoyonofui.blogspot.com/
Cuenta con un espacio en la Asamblea de Palermo (Bonpland 1660), donde se realizan talleres de poesía, y también de costura y diseño, encuadernación y serigrafía. Participan mujeres que pasaron por la experiencia de la cárcel, amigos, familiares, o personas que se interesan por el proyecto. “La idea es que sea una experiencia integradora, no sectaria ni cerrada”, aclara Medrano. Todos los talleres son gratuitos y Yo no fui provee el material. La idea a futuro es abrir una tienda comercial donde se vendan las producciones.
La otra pata del proyecto son los talleres y actividades en los penales. Para este año, María Medrano y Claudia Prado planean más talleres: encuadernación, costura y diseño de objetos en tela, serigrafía, fotografía y otro de poesía. Para algunos de ellos cuentan con el apoyo del Centro Cultural de España en Buenos Aires. Y para otros, están en tratativas con el Ministerio de Justicia.
En 2007 “Yo no fui” organizó un ciclo de cine en la unidad 31, que continuó durante enero, y No me digas que no, uno de recitales en los penales de Ezeiza (Complejo Federal Nº1, Unidad 3 y Unidad 31), que se extiende hasta marzo.
“Yo no fui” tiene su blog: http://www.proyectoyonofui.blogspot.com/
La Nación Revista, 30 de marzo de 2008.
Nota completa: http://www.lanacion.com.ar/edicionimpresa/suplementos/revista/nota.asp?nota_id=998514
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