Por Edit Marinozzi
Desde el título, Guillermo Martínez nos está diciendo: “vas a leer una novela sobre sexo, pero no la voy a contar como la contás vos, ni cómo te la cuentan”.
El protagonista/ narrador es un escritor y profesor argentino de 39 años, que llega a una universidad del sur de los Estados Unidos para dar un curso de literatura en español, y el primer día queda encandilado con una alumna: “Catorce ojos me miraron con curiosidad, pero yo únicamente la vi a ella, y aparté enseguida la mirada, alarmado y feliz. Había visto, en un relámpago, todo, y sabía que no podía volver a mirarla porque estaría irremediablemente perdido”. Es el inicio de una relación apasionada. Una relación sexual que se va escalonando hasta convertirse en una historia amorosa. “Me tentaba hablar con cierta naturalidad; esa fue gran parte del trabajo de la novela: poder hablar del sexo en una dimensión integral en la que por supuesto entra el amor, pero también cierta sordidez, algún humor, todo de un modo más natural”, dijo Martínez en la presentación de la novela en Eterna Cadencia.
También desde ese primer día de clase aparece un tema paralelo: el de los recuerdos y la memoria, cuando la hermosa alumna traduce el epígrafe del primer texto del curso, que está escrito en inglés: “No se puede recordar el pasado tal como fue”. Enseguida, el profesor decide que va a tomar como lección para sí una frase de Marcel Proust que tenía preparada para los alumnos, y que la descarta para ellos porque los considera demasiado jóvenes: “La vida se me aparece como una sucesión de períodos en cada uno de los cuales, al cabo de cierto tiempo, desaparece todo rastro del precedente”. Por eso comienza a escribir el Diario de Jenny: “Me proponía –esto sí puedo recordarlo– escribir a ras de su piel, en el territorio blanco, salado y tirante entre el vello de su pubis y los montículos suaves de sus pechos y en la escala milimétrica donde se confunden los ojos y la lengua”.
La memoria y los recuerdos van apareciendo de manera subyugante para nosotros, los lectores, cuando va atrás, atrás, en el tiempo –Sarmiento, las lecciones escolares– como manera de prolongar los placeres previos al goce final.
Un escenario, el del campus, el mismo de Crímenes Imperceptibles, novela de la que aquí hay muchas referencias. Por su enclave en una pueblito de Alabama, el sur profundo, en este campus son más visibles las pequeñas miserias, los prejuicios, las diferencias raciales. La condición de extranjero/sudamericano del protagonista le permite ver lo que para los nativos está naturalizado. “En la oficina de migraciones me habían puesto el sello de ‘hispánico’, en vez del ashkenazi que yo hubiera alegado.” Y con ese sello, por supuesto, será mirado él.
Otro tema que aparece es el de la teoría literaria. La conferencia que prepara para otra universidad es el recurso para hablar del lenguaje interior, los “apuntes mentales” que un disertante va tomando antes de definir su texto, o su power point: recuadro uno, recuadro dos, recuadro tres. Pasa después a describir su teoría sobre los “refinamientos dicotómicos”, en la que sostiene que no sirven los adjetivos opuestos para juzgar a una novela, sino que necesitamos un refinamiento constante de esas dicotomías. Aunque la elaboró especialmente para la novela, deja constancia en el apartado “Agradecimientos”, al final del libro, que la discutió personalmente con Tzvetan Todorov, cuando el escritor búlgaro que vive en Francia visitó Buenos Aires en 2010. (Una idea inspirada en la lectura de las “Observaciones filosóficas” de Wittgenstein, mixturada con “La Crítica de la crítica”, del propio Teodorov).
La historia privada, secreta, que se narra en el diario íntimo, va a tomar un giro inesperado, cuando se produzca el atentado a las torres gemelas del 11-S, un acontecimiento político-social de conmoción mundial.
A partir de allí, conviven esos dos planos que tienen una distancia máxima, el íntimo y el histórico-político. Y ese suceso que cambió la historia, va a repercutir en los amantes, hasta llevarlos a la separación.
A Martínez no le interesa que la trama se doblegue ante el peso de lo político o que refleje una época, sino que el acontecimiento real contribuya a darle coherencia. Le gusta la idea “de que el efecto catastrófico y mundial del acontecimiento histórico” pueda también tocar una relación particular y destruirla. “El efecto mayor al servicio del efecto menor.”
“Los finales felices están terminantemente prohibidos en las actas de las novelas contemporáneas”, le dice el profesor a su alumna-amante. “Amar, temer, partir”, brillante síntesis de la historia a partir de los tres verbos modelo de conjugación regular en español.
La narración en primera persona, un registro habitual en Martínez, está aquí tensado al extremo: nunca aparece el nombre o el apellido del escritor-profesor. Este recurso, “la clave autobiográfica”, es un juego de complicidad con los lectores, que, por un lado, instala la impresión de que es él mismo el que ha vivido los hechos, y por otro, despierta una cercanía que nos hace percibir como verdaderos tanto los hechos, como los sentimientos y las sensaciones. Aunque escriba sobre algo que no sabíamos, el autor, en su creación estética de un mundo, nos hace parte de ese mundo, al que accedemos, felices, con asombro consentido.
Así, es posible pensar que la ficción, como escribió Henry James –a quien Martínez admira– compite con la vida, crea vida, es vida, y que esa vida tiene una autonomía, una estética y un ser propios.
“Yo también tuve una novia bisexual” es, como dice la contratapa, una novela exquisita, la obra de un autor reflexivo y original.
Yo también tuve una novia bisexual
Guillermo Martínez
Planeta
2011
julio de 2011
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